martes, 26 de diciembre de 2023

LA DESUBICACIÓN DE LA PERSONA, COMO UNA PERFECTA “ARMA” DE CONTROL

 

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Una persona reubicada, o nacida, en un lugar ajeno a su cultura o tradición originaria, es una PERSONA desnortada y perdida. Por lo que, no se siente ni del antiguo, y añorado, lugar de sus ancestros y, mucho menos, de la “nueva” comunidad en la que (artificialmente) se le intenta (figuradamente) insertar.

 

A partir de este punto tiene dos (coherentes) posibles salidas:

 

  1. Integrarse, plenamente, en el nuevo territorio de acogida; renunciando, para siempre, a la cultura y tradiciones de sus antepasados.

 

Y

 

  1. No integrarse y mantener (firmemente) su cultura y tradiciones.

 

La primera opción es la más pragmática y, al unísono, la más dramática. Renunciar es perder su identidad como PERSONA; se produce un desgarro existencial. Ahora bien: se podrá beneficiar de las “mieles del éxito”, si es que se siente un individuo proclive al materialismo vacío y banal, y poco (o nada) le va afectar la pérdida de referentes familiares, culturales y religiosos. -¡Occidente, le espera con los brazos abiertos!: “Con el tiempo será un buen ciudadano”-

 
La segunda opción es la más arriesgada, la más dura y, a la vez, la más sana. Eso sí: la exclusión la tiene asegurada; siendo “carne de cañón” de intereses espurios.

 


No es retroceso, es defensa de la identidad


El (falso) racismo es una lente deformada (y deformante) que hace que (supuestamente) valoremos las vidas de los foráneos de forma distinta, en función del color, el dinero o el origen; y, esa presencia del diferente, se interpreta, demasiado a menudo, como una (preclara) amenaza a la pureza del pueblo, la tribu, la nación y la PERSONA. Es decir, a su Identidad: único, y exclusivo, distintivo que nos es propio como comunidad y, en definitiva, como PERSONAS.

 

 

Somos cualidad y no cantidad

 

“El individuo es, simplemente, un número”. Esta falacia es el maquillado argumento, interesado, y orquestado, por las élites globalistas para su descarado y abominable beneficio. El tráfico de PERSONAS (esclavismo), invariablemente ha existido, existe y existirá. Los movimientos migratorios (exceptuando por motivos climáticos) siempre se han ejercido desde los primeros albores de la humanidad:

 

1.    En forma de conquistas territoriales (expulsión de los originarios y repoblación con los no-consanguíneos o similares).

 

2.   Explotación de materias primas y, con la consabida falta de mano de obra nativa (provocada por una baja tasa de natalidad), fomentado inmigraciones forzosas…

 

3.    Producción fabril… y, con la, ya, aludida falta de mano de obra autóctona (calculada baja tasa de natalidad), induciendo (de manera similar) inmigraciones impuestas…

 

 

Claro está: todo habitante, originario de las tierras en las que vive, jamás aceptará, de forma amistosa, pueblos de otras latitudes… a no ser que las condiciones socio-laborales de los primeros, sean, claramente, de dominio y de, resignada, sumisión por parte de los segundos.

 

En el otro extremo, tenemos ese afán de homogenizar (igualar -¡curiosamente!- siempre desde abajo) por parte de las élites (socio-económicas y/o empresariales).



Capitalismo y Tradición: sobre una falsa igualdad y la erradicación de la diferencia

 

El liberalismo plutócrata, para poder desarrollarse y expandirse, precisa hacer desvanecer las bases socio-culturales, orgánicas y fundacionales de la “anacrónicaTradición. En consecuencia, la misma atosigada Tradición (hostigada inmisericordemente), deberá utilizar todos los instrumentos que le "otorgan" la historia (transmitida de generación en generación), el sentido común, la naturalidad de las cosas y la práctica continuada de un pueblo celoso de su sacrosanta Identidad; para, de esta forma, poder seguir – ¡en una lucha incruenta y verdaderamente heroica!- perpetuarse, indefectiblemente, a través del tiempo.


Tras una escueta introducción, del declarado antagonismo entre Capitalismo y Tradición, procedamos a realizar una sucinta explicación: 


La excusa de la modernidad (globalismo capitalista), para poder justificar el “artefacto” de la (perversa) multiculturalidad, radica en que toda la manifiesta invectiva de la forma de vida en comunidad se condensa, realmente, en la opinión de que la diferencia (defensa numantina de los valores patrios, de las propias tradiciones de la comunidad de acogida) obstaculizaría la comprensión interhumana y, por tanto, la integración de esas mismas recién llegadas comunidades foráneas. Una taimada estratagema de los ideólogos del capitalismo globalista para, así, poder diluir lo que le es propio a esa (prevista) comunidad ¿de acogida?; objetivo claro, por parte de las élites plutocráticas, de su calculada (y fagocitante) desaparición.


La consumación razonable, de esa misma idea, es que la “unificación” (o mescolanza)  quedará posibilitada con la “feliz” disolución de las entidades de carácter comunitario y la merma de las diferencias (¡todos iguales y todos jodidos!).


Esta “brillante” presunción se sustenta en dos conjeturas:

 

1)   Cuanto más “similares” sean los prójimos (sujetos deshumanizados) que forman una sociedad, más se “asemejarán” y menos cuestionable será su (pretendida) unificación.

 

Y

 

2)  La fobia a lo extranjero (procedente de un previsible exterior desconocido) y la presumible discriminación racial son la respuesta del temor al Otro: de hecho, hacer que la condición de ser Otro se oculte; convenciendo a uno de que, lo Otro, es una minucia, si lo equiparamos con lo Idéntico; implicando su mitigación; inclusive su cancelación.

 

Como se ha visto con el tiempo, las dos conjeturas son equivocadas. El procedimiento más adecuado para una identificación recíproca no es el que se ajusta a la idea de Igualdad, si no el que se subordina a la idea de Jerarquía –Este argumento ya fue referenciado en un reciente artículo, publicado en este mismo blog-.

 

A día de hoy tenemos un ejemplo muy clarificador, respecto al trato con el diferente:


La inmigración árabe, o subsahariana, que recalan en las costas del sur de Europa, de forma (claramente) irregular, se les califica de “moros” o “negros”, respectivamente. En cambio, a los jeques, o jefes tribales, de esas mismas latitudes (y que se hospedan en hoteles de 5 estrellas; con los bolsillos repletos de petrodólares o diamantes), se les trata como a distinguidos personajes… -“¡Poderoso Caballero es Don Dinero!”-


Y, como una realidad incontestable, se da, en el “país más poderoso del mundo”, la endiablada paradoja que los “afroamericanos” adinerados son más racistas que los supuestos “blancos” (anglosajones) empobrecidos. -¡Todo es jerarquía y nada más!- El poder y el dinero hacen el resto…


Por todo ello, deberíamos decir:


No son superiores, son distintos;
No somos inferiores, somos distintos;
No somos superiores, somos distintos;
No son inferiores, son distintos.

No somos iguales, somos distintos.

 

 

Santiago Peña


 

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viernes, 8 de diciembre de 2023

INDIVIDUALISMO Y UNIFORMIDAD

 

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Por parte del actual sistema capitalista, se fomenta el individualismo, el aislamiento  (por ejemplo, a través de los móviles), el egoísmo inmaduro, el consumismo desaforado, una embaucadora independencia (personal) y un disimulado uniformismo. Pero, a su vez, las comunidades (nacionales, culturales, políticas, sociales,… etc.) desaparecen fagotizadas (por mor de movimientos migratorios perfectamente diseñados, orquestados y ejecutados) y complementadas por una batería de recursos propagandísticos; invasiones culturales (películas, música, tecnología,… etc.), originadas por el propio sistema. -¡Purpurina y luces de neón!-
 

No es, como dicen que es; no se es, como a uno le dicen que es

El mundo occidental es un engaño absoluto. Las verdades se ocultan, se difuminan o se manipulan y, por lo tanto, dejan de ser verdades. Las mentiras se desvelan, se maquillan y se divulgan. Se difunden de noche y de día. Se anuncian a coro y con bizarría. Pero, ¡siguen siendo unas grandes mentiras!

No obstante, no olvidemos -en ningún momento- que, la Verdad, a pesar de permanecer distorsionada, velada, casi difunta; no enterrada, es indestructible y bien viva. Sabedora de su fortaleza, su terquedad y bravura.

Las mentiras son una legión de abortos deformes, manipulados y, fruto de su propia aberración, extinguidos en el minuto uno. La Verdad es una, eterna e infinita. No ocupa tiempo ni lugar, por ser una, inmaculada y madre de la divinidad misma.

Toda Verdad podrá ser maltratada, aplastada, aparentemente borrada pero… ¡jamás, jamás, extinta!

 

En consecuencia, ¿qué son, realmente, las “sociedades (pretendidamente) multiculturales”?

Las citadas sociedades multiculturales son un refrito de individuos desubicados, desnortados, perdidos, confinados, desquiciados y moribundos. Zombis de la modernidad; del liberalismo despiadado y absoluto: incomunicados en vida, alelados y aturdidos. Autómatas de la intranscendencia y de vidas en ruina. Huérfanos en una sociedad infantiloide, ególatra y mezquina. La multiculturalidad es renunciar a unos orígenes, a una identidad y a una historia. El resultado, de todo este inhumano globalismo, es la uniformidad, desde el primero hasta el último. Una “igualdad” desde lo mínimo; en un mundo del submundo. No se pretenden PERSONAS; se pergeñan individuos. Objetos humanoides, desnutridos mentales; saturados hedonistas, heroinómanos de la inconsistencia y pusilánimes “divinos”. Asimilados de baja calidad y melifluos.

La simulada riqueza no es riqueza si “al otro lado del puente” se traduce en carencia material, en vacío existencial y en pobreza de ánimo. Alma estéril; privada de espíritu. Las “sociedades del bienestar”, como machaconamente venden unos y compran –inocentemente- la gran mayoría de los otros, no existen, no han existido y, lamentablemente, de ningún modo existirán. A lo sumo (y en un hipotético futuro) podrían llegar a ser más justas, más humanas, más certeras y más sanas. Cosa que, ahora, no es así.

 

Reconocimiento, igualdad y jerarquía 

Por todo ello, el igualitarismo, como tal, es una falacia y es una deleznable perversidad: la situación más propicia para una aceptación recíproca no es la que se circunscribe en un pretendido marco igualitario, si no la que se establece en una base jerárquica. Pero una jerarquía del  distinto (en positivo) y no del poder del principal sobre el subordinado (sumiso). En otras palabras: lo distinto como seña de belleza, de la cualidad, del esfuerzo, del sacrificio y, al fin y al cabo, de poder ser uno mismo; de poder desarrollar su propia potencialidad como PERSONA y nada más.

En cambio, se insiste que, el proliferado igualitarismo (capitalista), propende a ensalzar, y excusar o defender, los insuficientes niveles (académicos, culturales, profesionales, intelectuales, morales y éticos) de los “otros” pueblos… -¡todos iguales, y todos jodidos!- Prueba de ello, se elogia la vulgaridad y se sanciona la valía: “no castiguemos al vago, y al mal preparado, para no generarle frustración; y el buen profesional que se dedique a dormitar, y a no descollar demasiado, no sea que le cojan tirria el resto de los usuales”. Es por este impulso, y en aras del bien común, que, los más competentes (la excelencia, en todos los ámbitos del saber humano); en un ataque súbito de entereza y realismo, tienen el innegable derecho y la incontestable obligación moral de estar a la cabeza de presentes, y futuros, designios colectivos. ¡Capitanes de la valentía y conquistadores del destino! ¡De un destino universal, noble y distinto!

 

Santiago Peña

 

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