El mundo occidental es un engaño absoluto. Las verdades se ocultan, se difuminan o se manipulan y, por lo tanto, dejan de ser verdades. Las mentiras se desvelan, se maquillan y se divulgan. Se difunden de noche y de día. Se anuncian a coro y con bizarría. Pero, ¡siguen siendo unas grandes mentiras!
No obstante, no olvidemos -en ningún momento- que, la Verdad, a pesar de permanecer distorsionada, velada, casi difunta; no enterrada, es indestructible y bien viva. Sabedora de su fortaleza, su terquedad y bravura.
Las mentiras son una legión de abortos deformes, manipulados y, fruto de su propia aberración, extinguidos en el minuto uno. La Verdad es una, eterna e infinita. No ocupa tiempo ni lugar, por ser una, inmaculada y madre de la divinidad misma.
Toda Verdad
podrá ser maltratada, aplastada, aparentemente borrada pero… ¡jamás, jamás, extinta!
Las citadas sociedades multiculturales son un refrito de individuos desubicados, desnortados, perdidos, confinados, desquiciados y moribundos. Zombis de la modernidad; del liberalismo despiadado y absoluto: incomunicados en vida, alelados y aturdidos. Autómatas de la intranscendencia y de vidas en ruina. Huérfanos en una sociedad infantiloide, ególatra y mezquina. La multiculturalidad es renunciar a unos orígenes, a una identidad y a una historia. El resultado, de todo este inhumano globalismo, es la uniformidad, desde el primero hasta el último. Una “igualdad” desde lo mínimo; en un mundo del submundo. No se pretenden PERSONAS; se pergeñan individuos. Objetos humanoides, desnutridos mentales; saturados hedonistas, heroinómanos de la inconsistencia y pusilánimes “divinos”. Asimilados de baja calidad y melifluos.
La simulada riqueza no es riqueza si “al otro lado del puente” se traduce en carencia material, en vacío
existencial y en pobreza de ánimo. Alma estéril; privada de espíritu. Las “sociedades del bienestar”, como
machaconamente venden unos y compran –inocentemente- la gran mayoría de los
otros, no existen, no han existido y, lamentablemente, de ningún modo
existirán. A lo sumo (y en un hipotético futuro) podrían llegar a ser más
justas, más humanas, más certeras y más sanas. Cosa que, ahora, no es así.
Por todo ello, el igualitarismo, como tal, es una falacia y es una deleznable perversidad: la situación más propicia para una aceptación recíproca no es la que se circunscribe en un pretendido marco igualitario, si no la que se establece en una base jerárquica. Pero una jerarquía del distinto (en positivo) y no del poder del principal sobre el subordinado (sumiso). En otras palabras: lo distinto como seña de belleza, de la cualidad, del esfuerzo, del sacrificio y, al fin y al cabo, de poder ser uno mismo; de poder desarrollar su propia potencialidad como PERSONA y nada más.
En cambio, se insiste que, el proliferado igualitarismo (capitalista), propende a ensalzar, y excusar o defender, los insuficientes niveles (académicos, culturales, profesionales, intelectuales, morales y éticos) de los “otros” pueblos… -¡todos iguales, y todos jodidos!- Prueba de ello, se elogia la vulgaridad y se sanciona la valía: “no castiguemos al vago, y al mal preparado, para no generarle frustración; y el buen profesional que se dedique a dormitar, y a no descollar demasiado, no sea que le cojan tirria el resto de los usuales”. Es por este impulso, y en aras del bien común, que, los más competentes (la excelencia, en todos los ámbitos del saber humano); en un ataque súbito de entereza y realismo, tienen el innegable derecho y la incontestable obligación moral de estar a la cabeza de presentes, y futuros, designios colectivos. ¡Capitanes de la valentía y conquistadores del destino! ¡De un destino universal, noble y distinto!
Santiago Peña
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